Las piezas de ajedrez están sobre el tablero, esperando no sé qué próximo y exacto movimiento, fijas y creadas para impersonales ceremonias, suspendidas en la vigésima jugada ante el inminente derrumbe de las blancas, cuando el rey de albura ya no puede elegir y las negras deciden la maniobra que ha de realizar bellamente el cataclismo.
Las negras han penetrado para siempre la intimidad del monarca enemigo, por la eficaz intriga de un alfil, establecido en un cuadro solitario y apoyado por la mágica L de un caballo, que parece dormir envuelto de sí mismo.
Las blancas ya no tienen defensa, salvo la de precipitarse en un heroísmo erróneo, en una brillantez mortal, que no conseguirá otro esplendor, otra proeza, que la de sucumbir a la mitad de una combinación inoportuna.
Homero Aridjis